ZARAUTZ (Aquellos veranos)
Llevo ya más de 15 años pasando temporadas de verano en Zarautz con mi mujer y mis hijos; pero años atrás, también pasé periodos estivales allí, los de la infancia, los mejores de mi vida; cuando el hedonismo y la despreocupación, primaban sobre todas las cosas. Cuando los veranos duraban tres meses y los días se hacían eternos y repletos de aventuras, descubrimientos y sensaciones… Me gusta seguir yendo porque en esencia, es el sitio encantador que siempre he conocido, donde la construcción ha sido contenida y el respeto por el entorno, por las tradiciones y por sus gentes prima sobre todas las cosas. Donde al invitado, al turista como yo, se le acoge pero no se le rinde pleitesía invasiva. Estas en su casa, no en su negocio, y ahí solo te queda respetar.
Entre mis primeros recuerdos está mi primera bicicleta, mi primera propiedad relevante, la BH de la comunión, la llevaba arreglar al taller de Bastida, un señor que ya era muy mayor, o eso me parecía, que años antes había sido ciclista. Manos grandes, llenas de grasa y un Ducados permanente en la comisura de los labios. Teníamos la casa en la que se llamaba Calle Arenal, en el número 6, lo que es ahora Nafarroa Kalea, que no deja de ser la arteria principal, el tramo de la N-634 que tiene toda localidad norteña que se precie. Detrás, el maravilloso parque de Torre Luzea, que toma el nombre del edificio del siglo XV que aún hoy está en perfecto estado de conservación. Allí aprendí a montar en bici, a hacer trastadas inocentes como intentar coger pasteles en las Pastelerías Serra, cuyo horno daba al parque, a hacerme amigo de Jason, el hijo del dueño de un restaurante que estaba al lado, llamado La Calle y que eran unos jipis redomados.
También impresionaba ver desde allí el cuartel de la Guardia Civil, que estaba en pleno centro, en la principal calle comercial, al lado de la mítica taberna Euskalduna, del Mercado y los periódicos de Urquía. El cuartel evidentemente no, pero los otros tres establecimientos, con algún cambio, continúan hoy en día.
Años complicados, recuerdo especialmente los primeros aniversarios del fusilamiento de Txiki, activista de ETA que fue condenado a muerte junto a Ángel Otaegi por una decisión incomprensible de un régimen moribundo y decadente, que era natural de Zarautz, y que cada año era recordado con una marcha que irremediablemente terminaba con carga policial. Durante el verano siempre había alguna manifestación, que empezaba de manera espontánea incluso en la playa, y que realmente acojonaban a todo el mundo, y más a un niño.
El placer máximo era tomarse un helado en Los Italianos, la primera gran heladería de la localidad, o un pastel en El Guetariano, que hacía esquina entre Arenal y la calle San Francisco, esquina donde un verano salvé la vida milagrosamente al sufrir un atropello en bici por parte de un camión de La Casera, que debió darme solo un golpecito en el manillar porque no me pasó nada, pero fue bastante espectacular, dado que el camión frenó en seco y la carretera se llenó de botellas de gaseosa rotas. Por supuesto me levanté, cogí mi bici orgulloso, que alguien de las villas de la familia Alberdi, (que eran dos pareadas, preciosas y en un enclave privilegiado, una ya no existe) había recogido del suelo. Agaché la cabeza y pedaleé hasta donde tuve la sensación de que ya nadie me observaba. Había coincidido con la salida de la misa de la iglesia de Los Antonianos, y la zona estaba hasta arriba de gente.
Los Antonianos, además de la iglesia Franciscana y escuela politécnica, regentaban un cine verano, donde me tragué un montón de programas dobles, principalmente recuerdo las pelis de Terence Hill y Bud Spencer. Recuerdo en la puerta del cine día tras día, una señora entrañable que vendía unos pirulís caseros, que eran deliciosos, pero una auténtica arma blanca que tenías que vigilar no se te clavara en la lengua o en el paladar. Naturalmente, no existían los controles sanitarios actuales, y loa caramelos se hacían en las casas.
En la playa podías ver a los famosos vendedores de patatas y barquillos, que con unas cestas enormes de mimbre, recorrían la playa de punta a punta voceando: Patatas fritas y barquillos, hay patatas, hay barquillos!!, y que con sólo escucharlo, en el toldo familiar bicolor número 242, se te abría el apetito, y empezaba la ceremonia de convencer a tu madre para que te comprara una de esas bolsas de patatas, de papel amarillo, que se convertían en un lienzo de aceite una vez las cogías con las manos. La playa abría, y mucho, las ganas de comer, y recuerdo con cariño los pinchos de tortilla en la extinta Cafeteria Arruti, las croquetas de El Cleri o el pintxo de carne cocida de Josemari en la Plaza de la Música, el auténtico centro neurálgico de la villa a donde todo el mundo acudía los domingos.
Allí, actuaba una orquesta que repasaba clásicos, jotas, correcalles y que culminaba en el plato fuerte, que ahora sería políticamente incorrecto de cajón, que era cuando cantaban lo de “Carrero Blanco, ministro naval, era su sueño volar y volar, hasta que un día ETA militar, hizo su sueño una gran realidad, voló, voló, voló y voló y hasta al alero llegó….”, momento en el que las cuadrillas de veinteañeros, seleccionaban a algunos de los niños que andábamos por allí, y que por supuesto nos postulábamos, para ser manteados hacia arriba. Ser seleccionado era todo un subidón. Allí abrieron también la primera sala de recreativos que recuerdo de mi vida, y a la que acudía raudo en cuanto recibía la paga de los domingos.
La casa de Arenal era guay, la mayoría éramos veraneantes, recuerdo especialmente a la hija de Ricardo Macarrón, el pintor, que se llamaba Mónica, era algo mayor que nosotros y siempre llevaba unas pintas estrafalarias, como unos pantalones vaqueros acampanados llenos de dibujos hechos a bolígrafo, que literalmente me tenían fascinado.
Enfrente de casa abrieron Gerónimo, la semilla de Pukas, una tienda de skate y surf, donde me compré la primera tabla de mi vida, una Gerónimo de madera, ejes ACS 654 y ruedas Kriptonik de 4 colores, puedo asegurar que fue mi compañero fiel durante muchos años, y el día que lo perdí fue uno de los momentos más tristes de mi vida.
MI primer recuerdo con el surf viene de la mano de Perico Martínez Albornoz, con el que tenía algún nexo familiar de rebote, y que era una especie de súper hombre siempre a la vanguardia de los deportes de riesgo, y al que perseguíamos por la playa cada vez que aparecía. A él le vi la primera tabla, que alguna vez dejaba a su hijo Pedro, que es hoy un gran fotógrafo, que a su vez la compartía con nosotros. Perico falleció en Zarautz un verano de esos, se tiró desde el puerto de cabeza y sufrió un traumatismo, precisamente en ese momento pasábamos por allí junto con la chica que nos llevaba a pasear a mis hermanas y a mi. Fue, creo, mi primer contacto con la muerte, y durante días el tema de conversación de los mayores, por la zona del Gran Hotel, donde mi abuela pasaba los veranos y donde me reunía con primos y amigos de la familia. Me entristece el poco reconocimiento que Perico Martínez Albornoz tiene como precursor del surf, por lo que aquí queda mi reconocimiento al que vi coger una ola por primera vez en mi vida, cuando el surf aún no formaba parte del paisaje habitual de la playa zarautztarra, hoy en día entregado a ello.
La playa siempre me ha encantado, creo que no hay una igual. Casi tres kilómetros de arena fina. Íbamos todos los días, hiciera frio o calor, a vivir una rutina trufada por las patatas, los barquillos, el concurso de esculturas en la arena que organizaba Michelín, los balones Nivea arrojados desde los aviones, la aparición de grupos con pancartas reivindicativas o de medusas gigantes. Días interminables grabados a fuego el álbum de recuerdos.
En esos años no sabía quién era Eloy De La Iglesia que era natural de allí y que luego despuntó como interesantisimo cineasta y heroinómano de pro. Para mi en ese momento, las personas más famosas eran Kortaburu, un casero local que un día me quito en el restaurante de Talai Mendi una especie de cogorza que pillé con seis o siete años al beber un vaso de sidra, o Rochas, el dueño de una mítica tienda de ropa, un dandy afrancesado que llenaba de glamour los lugares por donde pasaba. Por supuesto el inmortal Oteiza, que pasó muchos años de su vida en Zarautz, y donde ha dejado un enorme legado de su obra, o Iribar, mítico portero del Atlhetic y de la seleccion, que iba todos los veranos, para dejarse tirar unos penaltis por los niños enloquecidos ante su presencia. Yo lo hice y me lo paró.
Hoy en día tengo la enorme suerte de pasar los días de vacaciones en la urbanización Muskaria, un ejercicio magistral de arquitectura, aunque antes también lo pasamos bien en el complejo Euromar, que en los 70 era el centro de actividades varias como las primeras fiestas con el surf y Hawaii como protagonistas, o donde estaba la mítica escuela de cocina de Luis Irizar, de donde salieron gente como Arzak, Martín Bersategui, Pedro Subijana o Karlos Arguiñano… nivelón.
Me encanta que el Hotel Zarautz siga abierto desprendiendo romanticismo, y que hayan mantenido esa joya que es el Cine Modelo, donde en su momento vi pelis como El Gran Miércoles”, Grease o Los Warriors, tres de mis películas favoritas de siempre. Me emociona la casa familiar de la familia Maza en la Kale Nagusia, arquitectura euskalduna en estado puro. La felicidad me sigue abduciendo cuando llego ahora con mi familia, comparto y recupero recuerdos, paseamos por la Ruta del Txakoli desde la ermita de Santa Bárbara, para pasar por delante de El Torreón, una construcción única de principios del siglo XX, hoy en proceso de restauración.
Un apunte final, en Zarautz no hay motocicletas, todo el mundo va a en bicicleta, puede parecer una nimiedad, pero describe la esencia total de este lugar, para mí, el más fascinante del mundo.