Olor a Vinagre

Si hay una cosa de comer que me gusta, y mucho, son los encurtidos o variantes. Tanto el sabor, como el olor me transporta a recuerdos de la más tierna infancia.

A mi padre era algo que le chiflaba, así que no había sábado por la mañana, en el que no organizara una expedición hacia una tiendilla que había en la calle Ponzano, cerca de nuestra casa de Alonso Cano, en el corazón del barrio de Chamberí. Apenas llegaba al mostrador y  siempre me tenía que poner de puntillas para recibir un presente de parte de la tendera; pero era entrar y dejarme embriagar por esa sinfonía de olor a vinagre y todos esos recipientes repletos de guindillas, cebolletas, banderillas, pepinillos, berenjenas de Almagro y toda esa estupenda selección de pescados en salazón, como esa maravilla gastronómica que es la sardina “vieja”.

Mientras mis amigos preferían una bolsa con regalices, palotes y chicles “Cheiw”, yo era feliz con mi bolsa de cebolletas, a la que como un ritual, al final siempre le hacía un agujerito, para tomarme el líquido a modo de “bota”, cosa que no le hacía ni puñetera gracia a mi madre, porque lo frecuente era que ese liquidillo, dada mi poca pericia, acabara impregnando mi ropa.

Una amiga de esas que quiero mucho y que se llama Cecilia, me contaba una hilarante historia alrededor de todo esto, y que básicamente era que en uno de sus embarazos y a modo de antojo, le dio por consumir pepinillos a todas horas, e iba conduciendo por Madrid con una bolsa siempre a su lado bien repleta a la que atacaba sin piedad en los semáforos.

Esa obsesión no se convirtió en abominación, y  como además de buena amiga, es una excelente anfitriona, siempre que organiza un sarao en su casa, nunca falta género macerado en vinagre.

Aún hoy me detengo siempre en los puestos de los mercados donde venden este exquisito manjar, y deslumbra con ese muestrario cromático que hipnotiza.

Desgraciadamente las tiendas de barrio ya no existen, ahora son chinos y todos venden lo mismo. Eso sí, afortunadamente en los bares siempre hay oferta y pocas cosas son comparables a una caña bien tirada, acompañada de un platito con una selección de variantes. Y cada vez que lo hago, me acuerdo de mi padre, me acuerdo de esa tienda de barrio, de mi niñez y de ese olor que activa mi pituitaria y la máquina de los recuerdos que nunca volverán, pero que siempre estarán con nosotros.